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Crina Budulan

¿Quién eres?

Actualizado: 25 sept 2020

Cuento sobre la vida de la asombrosa niña que venció al silencio y a la oscuridad...


Hace mucho, mucho tiempo me contaron una increíble historia. Dicen que hay un lugar lejano, tan lejano, que ni la luz del sol consigue llegar, ni tampoco el sonido, a pesar de su facilidad para viajar. Y es en esas tierras lejanas dónde una niña, la niña de nuestra historia, se perdió… La pequeña llevaba jugando con su padre toda la mañana cuando, al perseguir a una mariposa, se fue alejando cada vez más. No se dio cuenta que ya no percibía el olor de la comida que su madre estaba preparando, que ya no escuchaba los relinchos de los caballos, ni a los elefantes, ni a sus hermanos cantando alegres canciones, ni a su padre llamándola… el rojo atardecer lo envolvía todo y la noche acechaba… Ella estaba persiguiendo la mariposa que estaba dirigiéndose hacia un inmenso árbol rojo.


El Árbol Rojo

La niña llegó al árbol y empezó a buscar con la mirada la mariposa, pero no conseguía encontrarla, pues esta se había escondido entre las densas hojas rojas. Al no encontrarla, la niña, empezó a girar alrededor del majestuoso árbol con la esperanza de vislumbrarla, pero pronto oscureció. Para no perderse en la oscuridad, necesitaba mantenerse cerca del árbol así que siguió girando sin dejar de tocarlo. Le dolían las palmas de las manos, mucho y un hambre atroz le devoraba las entrañas; la soledad, el silencio y la oscuridad le daban miedo, mucho miedo, pero siguió girando. Confiaba en que pronto, escucharía a su padre acercándose y volvería la sensación de seguridad y protección que tanto necesitaba. Le iba a dar un fuerte abrazo y luego se la llevaría de vuelta a casa. El tiempo pasaba y nada de lo esperado ocurría. Ella seguía girando. “Pronto amanecerá y encontraré yo misma el camino a casa”. Se dijo. Esperaba con verdadera impaciencia el primer rayo de la mañana, pero este nunca llegaba. Finalmente, cansada, dolorida y hambrienta, se sentó bajo el árbol con la espalda apoyada en su grueso y rugoso tronco. Lo único que ahora conocía, que estaba ahí con ella, protegiéndola y, finalmente, se quedó profundamente dormida… Soñó con ovejas, elefantes, caballos y el gran árbol rojo con el reflejo de la luz del atardecer en sus ramas. Unas cuantas veces se despertó sobresaltada creyendo haber escuchado la llamada de su padre. Otras veces, creyendo que había amanecido y que la luz había vuelto. Y cada vez, al entender que solamente eran sueños, volvía a quedarse dormida con las lágrimas escurriéndose por sus dulces mejillas de niña. Y pasó mucho tiempo así: girando en la oscuridad, soñando sus recuerdos, llorando en silencio y en la más desgarradora soledad. En su tierra de origen probablemente hubiesen sido años, pero en esta tierra, no se podía aventurar a acertar. Hasta que, en un momento dado, algo cambió. Sintió que ahí había algo o alguien más, comenzó a percibir la presencia de otro ser. Pero después de tanto tiempo no sabía si alegrarse o tener miedo. Aquel ser le acarició, primero la cabeza, después el rostro, y cada caricia era de una profunda ternura y suavidad, tanta, que parecía el roce de unas plumas de otro mundo. La niña, extendió su mano buscando en la oscuridad el rostro de aquel ser. Pronto se dio cuenta que era un ave de gran tamaño, sus plumas parecían estar tejidas con seda y al agitar sus alas de gran envergadura, el aire que desprendían, parecía un susurro en su rostro y su pelo cobraba vida por unos instantes. Esas alas la iban a abrazar a partir de ese momento infinitas veces, la iban a sostener, a limpiar las lágrimas derramadas, a acariciarle el alma.

Según pasaba el tiempo, la niña iba confiando cada vez más, se fue apartando del árbol, explorando lo que había alrededor, aprendiendo cada vez más y más cosas sobre lo que la rodeaba. Siempre acompañada y protegida por aquella ave. Había aprendido a cambiar el color del dolor. También aprendió los colores y la música del amor. Pasado un tiempo, no se sabe cuánto, pero bastante, la niña volvió a sentirse feliz. Sin embargo, las cosas iban a cambiar para ella, pues un buen día, de improvisto, sintió que el ave la estaba levantando del suelo, cada vez más y más alto. Estaban volando. Su estómago se estremeció, le aterraba no tener el suelo firme bajo los pies. ¿Y si la soltaba? ¿A dónde la llevaba? ¿Qué iba a pasar? ¿Volverían alguna vez? Después de un largo rato, sintió que estaban descendiendo. Esta vez, el corazón parecía querer salirse de su cuerpo. Y finalmente volvieron a tocar tierra firme. Notaba que algo era muy distinto. Y, efectivamente, pronto se iba a dar cuenta de lo diferente que era todo en aquel nuevo lugar. A parte del ave, que se transformó en Mamá, había más seres que la acompañaban y que, continuamente, le estaban tocando las palmas de las manos, haciendo una y otra vez los mismos movimientos. En un principio, eso la enfadaba porque no entendía qué querían de ella. Con el tiempo averiguó que era una manera de comunicarse. A través de ese tacto e interacción con esos seres aprendió muchísimas cosas sobre el nuevo mundo y también se enteró que el ave Mamá era la Reina Búho, la más sabia y poderosa de las aves nocturnas. Con plumaje blanco resplandeciente y reflejos dorados, silenciosa en el vuelo e impredecible en conducta, capaz de averiguar las intenciones ocultas de los demás, sus miedos y sus alegrías, podía ver lo que otros no alcanzaban ver, oír lo que otros no oían. Además, no había otro ser que la igualara en su capacidad de comprender, de mostrar compasión, de amar de la manera más pura, sin juicios y sin expectativas. Ella poseía la esencia de la sabiduría y del amor, pues llevaba muchos años en el mundo, tantos, que algunos decían que no tenía edad, que era un “Alma Vieja”.

Una vez, la niña le preguntó:

- Mamá, ¿cuándo va a amanecer?

- Mira profundamente en tu interior, y muy pronto la brillante luz del amanecer te iluminará.

La niña no comprendió la respuesta.

En otra ocasión, hizo otra pregunta:

- Mamá, yo ¿qué soy?

- La pregunta no es “qué eres”, sino “quién eres”…

- Y ¿quién soy?

- Pronto lo descubrirás, mi niña. – contestó la Reina Búho con una sonrisa en el corazón, pues ella ya sabía la respuesta. La niña, sin embargo, de nuevo, no lo comprendió.

Pasaron muchos años (descubrió también como medir el tiempo) y nuestra niña aprendió a derribar todas las barreras que aparecían en su camino. Sus habilidades no dejaban de crecer y entre ellas, había una muy especial: aquella de superar sus miedos. Era imparable. Podía con todo. Tenía una inteligencia sobresaliente y entendía cualquier cosa con gran facilidad. Excepto una: cada año recibía una extraña caja que contenía algo que más adelante averiguó que eran letras. Un año, una letra. Había recibido hasta ahora dos letras E, dos letras N y una T. En unos días iba a recibir otra, ¿cuál sería? Llegado el momento mamá le entregó lo que parecía ser la última caja… ¡dentro había una letra G! pero ¿qué quería decir?, la niña seguía sin entender para qué servían todas esas letras.

- Pronto lo entenderás, le dijo su madre con ternura.

El tiempo seguía pasando y la niña estaba aprendiendo continuamente, pues si algo la definía era su gran curiosidad. Le gustaba mucho viajar, conocer nuevas tierras, vivir nuevas experiencias, experimentar nuevas emociones. Dentro de las actividades que realizaba había una que en especial disfrutaba y esta era nadar. Sentir el agua envolviéndola, la neutralidad de ese vacío en el que flotaba, aquella suspensión en la “nada” le invadía de una paz absoluta.


Pero la vida le iba a traer cambios otra vez. Hubo algunas señales que predecían el acontecimiento que la niña más temía. Cierto día, la Reina Búho le dio el abrazo más largo de todos cuantos le había dado hasta entonces, después la soltó, abrió sus enormes alas blancas y alzando el vuelo despacio, mientras sus grandes ojos llenos de amor se estaban ahogando en lágrimas, dijo:

- Déjame verte una vez más, mi niña…

Se quedó suspendida en el aire unos momentos más y, finalmente, con amplios aleteos, se fue ascendiendo más y más hasta que desapareció en la vastedad del espacio y en la inmensidad del tiempo.

Aunque la niña ya no estaba sola, sentía que la soledad y la tristeza volvían a hacerle compañía. Tuvo que pasar algún tiempo hasta que empezó a recordar poco a poco lo que su madre le había enseñado: a valerse por sí misma, a hacer lo que más le gustaba, a conocer gente nueva, a comunicarse, a aprender, a crecer, a ser libre. Y es lo que hacía. Nunca paraba, nunca se aburría. Pero en su interior había algo, como una llamada muda: el deseo de volver a su tierra de origen para volver a ver la luz del amanecer, para volver a tener voz. Era casi una plegaria que iba a quedarse ahí, en el fondo de su alma, pues la que hubiese podido ayudarla, ya no estaba a su lado. ¿Cómo lo iba a cumplir?

Sin embargo, nuestra niña, pronto iba a descubrir que las plegarias que salen de lo más profundo del ser, son escuchadas. Y eso ocurrió cuando se encontró con el Lobo Blanco. Este Lobo Blanco no era cualquier lobo, era un explorador del espacio, del tiempo y del alma. De él también decían que no tenía edad. Que lo había visto todo, escuchado todo, sentido todo, incluso la muerte. Por eso llevaba en la frente una Galaxia con los brazos en expansión. Era un Maestro de maestros. Siempre volvía al clan para compartir lo aprendido, para enseñar a saber, para despertar consciencias. Empoderaba a los maestros interiores de los demás para que salieran a ayudar a los hijos de la Tierra a entender el “Gran Misterio de la Vida”. Después de largas conversaciones en las que se aportaron mutuamente valiosas enseñanzas, el lobo, en su sabiduría, comprendió lo que tenía que hacer: enseñarle a encontrar las respuestas que tanto anhelaba, dónde nunca había mirado - en su interior. Así que le trajo un espejo.

- Es para ti.

- ¿Para mí? …”Pero si no me puedo ver”- pensó la niña, un tanto confundida.

- Bueno, la verdad es que se podría decir que es algo más que un espejo. Es un puente. Un puente al Paraíso. – siguió el lobo como si le hubiese leído el pensamiento.

-¿Al Paraíso? La niña se quedó pensativa por unos momentos y después continúo con un hilo de esperanza en la voz - ¿Y podré ver a Mamá?

Conmovido, el Lobo Blanco, le tocó el hombro y le dijo:

- Pruébalo. Obsérvate atentamente y, cuando sientas que un camino se abre y da paso al puente, crúzalo. Recuerda que lo que de verdad importa está más allá del miedo…


La niña lo dudaba en su interior, pero una vez más, se lo guardó para sí misma. Dejó que el lobo la guiara y la colocara delante del espejo. Y empezó a observarse. Se dio cuenta que cuanto más se concentraba, el tiempo y el espacio y todo lo que había a su alrededor, estaba desapareciendo… fue cuando el puente apareció. Sin dudarlo, con la valentía que le era característica, empezó a cruzarlo, pasito a paso. Entonces le pareció escuchar la voz bondadosa del Lobo Blanco que le decía:

- Este es el mundo que TÚ has creado: el Paraíso.

La niña sintió el impulso de levantar la mirada. En lo alto, volaba la Reina Búho, que, acariciándole el alma con la mirada, le preguntó:

- ¿Quién eres?

Y en ese momento empezaron a aparecer aquellas letras que fue recibiendo con los años. Giraban alrededor suya. Bajó la mirada hacia sus manos. Veía una luz que salía de ellas. Empezó a moverlas, a comunicar con gran velocidad aquello que sentía, aquello que sabía. Cuanto más las movía, más luz creaba. Cuanta más luz creaba, más feliz se sentía. Ahora todo su cuerpo emanaba luz. Empezó a vislumbrar a su alrededor siluetas de personas. Siguió moviendo las manos y empezó a haber también sonido. Y lo entendió: ¡era su Voz! cuánto más movía las manos, más poderosa era su voz. Para su asombro, ahora había muchísima más gente a su alrededor, y su voz llegaba hasta los que más lejos estaban, incluso a aquellos que ni siquiera estaban allí. Conseguía transmitir sus conocimientos a todas las hijas y los hijos de la Tierra que necesitaban aquel apoyo.


Miró de nuevo hacia arriba. La Reina Búho le sonreía. Y, de pronto, las letras se colocaron, ahora formaban un nombre: su nombre. Lágrimas de felicidad brotaban de sus ojos, bajando por sus inocentes mejillas de niña:

- Mamá, ahora ya lo sé. ¡Sé quién soy!


YO soy la Luz del amanecer porque vencí a la oscuridad. YO soy la Voz porque vencí al silencio.

Y…

ME LLAMO GENNET

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